La Concha de
Oro
Fragmento 1
©2008-2018 Carlos Echeverry Ramírez---Colombia
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Para ellas dos, a la orilla del rio…
Desde antes de nacer, ya estaba predestinada a ser una desgraciada
en este mundo.
En mi ciudad natal, un pueblo grande a orillas del Paraná en
el litoral Argentino, se celebraba la boda del año. Era el día más importante
para mis padres, familiares y sus amigos que se encontraban presenciando un
hecho histórico en la iglesia catedral. Pero antes de ser un acontecimiento de
alegría y festejo, se convirtió en un terrorífico recuerdo que se quedó grabado
en la memoria colectiva de todos los que allí estaban presentes.
Las comadres
desocupadas y chismosas del pueblo todavía hoy, cuarenta años después, recuerdan segundo a segundo cómo sucedió
todo aquello. Siguen a cada momento del
día creando y recreando rumores y especulando las razones por las cuales
pasó lo que tenía que pasar.
Mi abuela Herta, la madre de mi padre, llegó a la iglesia
enfurecida y con el diablo dentro. Para sorpresa y asombro de todos los
presentes, rastrillaba por el suelo los
machetes que llevaba en cada mano sacando chispas que iluminaban sus pasos acelerados.
Entre murmullos, blasfemias y chirridos, caminaba desde la puerta principal de
la iglesia hasta el atrio profiriendo insultos y amenazas si se llevaba a cabo
el enlace matrimonial entre mi padre y mi madre.
Todos corrían aterrorizados y despavoridos al ver pasar a mi
abuela por su lado. Ella iba llena de celos porque mi madre se casaba con
su único hijo varón entre dos mujeres
que tuvo en vida la desdichada. Estaba hecha un manojo de nervios y, con los
ojos inyectados de sangre por la ira que la consumía, amenazó al obispo, al
cura y al sacristán que ayudaban en la ceremonia.
La iglesia catedral quedó vacía en unos instantes que
parecieron eternos. Solo quedaron mi
padre, Evaristo, su mejor amigo de infancia y padrino de boda, y mi abuela Herta. Todos los invitados y
curiosos habían salido corriendo
mientras llegaba la policía para llevarse a mi abuela presa. Días
después fue ingresada en el manicomio municipal y al cabo de los años,
excomulgada por la iglesia local obedeciendo las órdenes del Santo Papa y el
Vaticano.
Estos hechos fueron el escándalo del año. Sin embargo, el
amor entre mis padres pudo más que los celos de mi abuela y estos terminaron
casándose en la más absoluta intimidad un día cualquiera a las seis y treinta
de la mañana ante el párroco del pueblo vecino, donde Evaristo y su mujer
Sacristana actuaron de padrinos. Después desayunaron juntos y brindaron con
tazas de café por la felicidad y el amor eterno. A los pocos meses mi padre
embaraza a mi madre y fruto de ese amor nació la mujer que hoy les narra estos hechos.
Quiero que conozcan una historia cargada de contradicciones que ha marcado el
devenir de mi incierto destino. No dejo de pensar que esa impronta del pasado
caló profundamente en la familia y que la desgracia recayó sobre mí desde el
momento en que mi abuela maldijo el enlace.
De todos los hombres que he conocido hasta hoy, en mi
madurez, ninguno me ha hecho feliz. De
todos me he ido desilusionado al comienzo o al final, pero mis relaciones nunca
han sido estables y mucho menos duraderas. Ni el dinero ni el estatus
socio-económico, ni mucho menos la sexualidad o el erotismo han logrado atarme.
Mis relaciones, puedo decir, han sido un
grandísimo fracaso y hoy me tienen al borde de no saber qué hacer o esperar de
la vida. Pienso y repienso cada paso que doy. Me angustia mi futuro. Me
horroriza la vejez cuando me pregunto
por qué a mis cuarenta y cinco años aún no tengo en quién confiar a parte de un par de amigas
que sienten más envidia que admiración por mí.
Debo comentarles que soy rubia, alta, (175 cmt) voluptuosa y
sensual, culta e inteligente. Los hombres me miran, admiran y persiguen donde quiera que vaya.
Desde los más jóvenes hasta los más viejos han sentido un
magnetismo hacia mi presencia y para ninguno he pasado desapercibida. Es más,
ninguno me había dicho NO hasta que conocí ese maldito hombre que cambio mi vida.
Yo, creyendo que me las sabía todas cuando le dije en broma dos o tres
veces: “a mi ningún hombre me ha rechazado” él se quedaba callado y apenas sonreía. La última vez que le dije
esa frase y que sonrió le pregunté:
-Darío: ¿Por qué te ríes siempre que digo esto?
Él me contestó lleno
de ternura: -“¿Ningún hombre te ha dicho
que no en la vida? Amor, espera con calma que muy pronto te va a llegar ese
hombre”.- Y se quedó en silencio una vez más. Cambiamos de tema y nunca más
volvimos a hablr de esas palabras y su
significado.
Continua...
Continua...
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