Esta es la nueva portada y contraportada para la edición con exclusividad de Amazon y Kindle el cual tiene un costo de $6,00 dólares Usa en Kindle y $12,00 impreso por Amazon
Crónicas y anticrónicas de Barcelona(l)
(2004)ISBN: 978-0-9683701-2-4
©Carlos Echeverry Ramírez - Colombia
©2004-2013 CAER Catonet Comunicaciones Grupo®
Reservados todos los derechos de Autor
ante CIPO y WIPO
Prohibida su reproducción total o parcial
sin permiso del Autor.
©Carlos Echeverry Ramírez – Colombia
Phone 1-321-252 2760
Para:
Martina y…la suave y dulce briza del Paraná...
Les voy a contar. ¿Puedo? —dijo
suspirando profundamente y sacando fuerzas de donde no las tenía quizás.
—Sí, señora. Cuéntenos todo lo que
quiera, que aquí estamos para escucharla, mientras llega la parca y la carroza
por nosotros también —le contestó mi tío Fabio entre risas. Y de esta forma la
mujer que atendía la tienda empezó a hablar.
“Señores, me vine de muy lejos y
escapándome para no vivir la violencia y la muerte con que los paramilitares
llenaban a cada instante todos los lugares. Me vine de un lugar muy bello en la
orilla del río Cauca, cuyo nombre ya hoy no quiero ni recordar.
Allá yo tenía
un rancho muy amplio, lleno de flores y jardines a la orilla del río y muy
cerca de la carretera que va a la costa del Caribe. En mi pequeño restaurante
preparaba comida para todos aquellos que iban al norte a pasar las vacaciones.
La gente paraba con sus familias en los automóviles y yo les preparaba carne
asada con yuca y plátano, les vendía chicha de maíz, cerveza, aguardiente,
gaseosas y jugos naturales de las frutas que sembraba yo en mi huerta.”
“En ese lugar el río Cauca era muy
grande, tendría unos 80 metros de ancho. Mi vida era tranquila, me acompañaban
mi prima Vanesa y mi primo Mario. Juntos nos ayudábamos y compartíamos las
ganancias del pequeño restaurante. Pero un día, poco a poco empecé a ver con
susto y luego con terror a través de la ventana de mi bohío, donde preparaba
los alimentos, que el río comenzaba a traer y llevar flotando sobre sus aguas
más y más cadáveres, a veces unos mutilados y otros enteros, casi todos con el
estómago bien abierto.
A las pocas semanas, ya podía diferenciar entre hombres
y mujeres. Los hombres siempre bajaban flotando solitarios, y como mucho, con
un chulo negro o zopilote encima de ellos. Las mujeres bajaban con sus piernas
y vientres muy abiertos donde habían creado y guardaron la vida de sus hijos.
Llevaban tres o cuatro gallinazos negros o zopilotes (como dicen en México)
encima de su cuerpo; era como si cada pajarraco de esos que representan la
muerte y picoteaban su vientre sin parar, fuera uno de los hijos que esas
mujeres habían parido en vida, y que ahora las acompañaban sin desprenderse un
segundo de ellas en ese viaje al más allá, en un cuerpo ya cosificado dentro
del lenguaje y cultura de la maldita violencia creada por la pobreza controlada
por los grupos paramilitares del Gobierno de la patria grande.”
“Todo eso horrible que yo veía a cada
momento me llenaba de rabia y de angustia, de una tristeza que no sé cómo
aguanté tanto todo aquello. Yo no sabía qué hacer mientras pasaban los cuerpos
de las mujeres muertas en el río cubiertas de gallinazos. Lo peor para nosotros
en el bohío era la imposibilidad de sacar los muertos para ayudarlos y tratar
de darles un poco de amor y una cristiana sepultura.”
“A mis dos hijos me los habían desaparecido
los paramilitares hacía varios años, cuando vivíamos en el pequeño pueblo de
Caucacia. Yo era profesora de ciencias naturales en una de las escuelas de
bachillerato del lugar. Mis hijos eran jóvenes, bellos y muy sanos, iban a la
escuela y soñaban con ir a la universidad. De un día al otro me los
desaparecieron. Nunca más supe de ellos. Me cansé de buscarlos por todos los
rincones. Nadie supo nada, y ni a mí, ni a mi esposo nos dieron razón de ellos,
al contrario, nos amenazaban de muerte en casi todos los sitios si seguíamos
buscándolos. Uno tras otro, mis dos hijos se fueron quedando en el recuerdo de
mi vientre, cuando los engendré, aún los siento
dentro de mí cuando pienso en ellos. También por el mismo dolor fue
desapareciendo mi vida. A los pocos meses murió mi hombre, el que más he
querido en este mundo, mi marido. Murió de pena moral y de tristeza por lo
sucedido a nuestros hijos. Murió de su impotencia ante la injusticia, la
impunidad y la violencia cotidiana.”
“Por eso un día, años después, ya sola en
este mundo, no aguanté más y con mis pocos ahorros del restaurante, me vine
aquí a Aguablanca, en Cali, donde viven los negros y los desplazados por la
otra violencia de la selva del Pacífico. Aquí me compré un rancho pequeño donde
pasar en paz los pocos años que quizás me quedan. Aquí los negros me respetan,
me ayudan y vivo más tranquila. Pasado mañana hará un año que empecé en este
trabajo, el único que encontré, vendiendo cigarrillos, licores, jugos y
empanadas. Qué cosa tan difícil es, señores, ver y sentir el dolor de cada
persona que viene a recoger sus muertos en la clínica Santa María y luego
arrima a esta tienda donde trabajo.”
“Ay, señores, ustedes dos que parecen ser
hombres de paz, les quiero decir que cada vivo arrastra muchos muertos encima.
Por eso yo, que creía que podía alejarme de la muerte antes de llegar a este
infierno grande de Cali, miren donde terminé. Lo más irónico de todo es que
después de haberme alejado tantos kilómetros para no ver la muerte viajando en
el río, acabé en esta tienda viendo todo el día la muerte y oyendo el llanto de
las familias por sus seres recién idos. Es como si la muerte estuviera a cada
segundo detrás de mí, persiguiéndome en todas partes”.
La señora dio un largo suspiro para
terminar diciéndonos: “Ahora estoy más muerta que viva después de ver tanto
muerto vivo lleno de dolor y tristeza que llega a esta tienda luego de recoger
a los suyos en la clínica. ¿Pero qué puedo hacer y adónde podré ir si ya no
tengo familia cercana ni nadie que me quiera? A todos los que amaba me los
mataron. No tengo a nadie que le importe mi vida, ni quién soy. Esta es la
patria grande que nunca imaginé ni soñé para mis hijos.
“Hoy todo es horror, desolación y
tristeza, con la compañía inseparable del terror cotidiano para los que somos
pobres. Colombia es una tierra sin esperanza, donde la gente por fin descansa
cuando muere de ver toda esta violencia y miseria sin límites a su alrededor.
Aquí no existe el derecho a la alegría, ni la posibilidad de ser feliz. O la ilusión
de obtener la felicidad o de trabajar por ella con la comunidad. La
indiferencia de este pueblo con el otro, es única en el mundo. Aquí asesinan a
todos y se mueren todos, y a nadie le importa”. Continua… y en venta en unos
días en Amazons y otros medios.
fitofeliz@hotmail.com