Crónicas y anticrónicas de Barcelona
ISBN: 978-0-9683701-2-4
©Carlos Echeverry Ramírez
-- Colombia
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países del mundo.
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Fragmento 1
A ellas doscomo cada día, a la orilla del rio.
CJD y
Martina
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Cuentan que a la mañana siguiente Isabelina se levantó para
hacer agua de panela, cocinar unos plátanos y freír el pescado, como era su
costumbre. Se encomendó a Dios por su vida, besó con fervor el escapulario y la
medallita de san Benito que le había regalado el cura Óscar. Prendió el fogón en la parte trasera de su
rancho. Atizaba los maderos y avivaba la llama tarareando una melodía, y entre
bostezos miraba también entretenida el río, como todos los días. Entonces creyó
por un instante que estaba alucinando al ver un extraño brillo en el río, a
unos cincuenta metros de distancia, dentro de las anchas y apacibles aguas.
‘Muy extraño’, pensó alejándose del fogón. Más rara se sintió cuando vio que
eso que brillaba como un espejo parecía llamarla desde el playón. Caminó
nerviosa hacia la orilla del río, sacó de entre sus caídos y arrugados senos un
escapulario con la imagen de José Gregorio Hernández, la virgen de Guadalupe y
la medallita de oro con la cara de Simón
Bolívar, y los besó otra vez sintiéndose invencible en su fe, deseando que
las serpientes se alejaran de su camino y no estuvieran por esos lados, porque
con la crecida del río y la luna llena de la noche anterior era el momento
indicado para que anduvieran por el lugar. Llegando asustada a la orilla del
río y dándose la bendición otra vez para mirar mejor lo que la extrañaba, solo
atinó a exclamar: -‘¡Dios mío!, ¿qué es eso?’-. Luego avanzó un poco más a un
pequeño alto en la orilla para poder apreciar con mayor claridad lo que había
visto desconcertada desde su rancho y en el corto trayecto recorrido. Se puso
como pudo las gafas con un solo vidrio
de su difunto marido, y logró distinguir en la distancia a un hombre muy
dormido en paz eterna, entre el brillo de las mansas aguas y las blancas
piedras del río, muy quieto, allá en las titilantes arenas del playón.
“Sorprendidos nos quedamos cuando fuimos a rescatar el
cadáver al playón del río. El cuerpo estaba en una posición extraña, como si él
mismo se hubiera recostado lentamente y acomodado sobre un montículo de arena. Este cadáver estaba
bien vestido, recién bañado y afeitado. Mientras fumábamos y amarrábamos la
lancha, observamos que el difunto apretaba en su mano izquierda una antigua
cruz de plata que llevaba inscrita la palabra “Toht”. El semblante del hombre reflejaba mucha paz. Su expresión
daba a entender que había muerto tranquilo. Mostraba una sonrisa santificada y
plena que lo hacía parecer un iluminado, un escogido entre todos los hombres de
esta tierra. Todos creíamos con certeza en ese instante que quizás estaba
predestinado a reencarnarse en pocos días en un ser especial, en un ángel.
Parecía un Cristo negro.”
“Todavía un poco
espantados y sin saber muy bien qué hacer ante aquel cuerpo, encendimos otro
cigarrillo. Nunca habíamos visto la muerte de esa manera. También
discutimos los del grupo de rescate y
coincidimos, que aquel iluminado parecía estar despidiéndose muy feliz,
despidiéndose de la ingratitud, la violencia y la avaricia de tantos hombres
blancos en toda la historia del universo.
En horas de la tarde, ya muy cansados y con hambre, llegamos
al muelle de Guapi. Nos sorprendió ver la
romería de personas que nos esperaban, nunca se había reunido tanta
gente para ver un muerto en el pueblo. Aunque éste era muy diferente. No
entendimos el porqué de tanta espera si horas antes en el caserío nadie sabía
de su llegada. A su entierro fueron muchos que no lo conocieron en vida.
Asistieron todos sus familiares y amigos, hasta los perros de los otros caseríos
también estuvieron y aullaron a la luna llena dos noches seguidas. En el río,
los peces brincaban fuera del agua como nunca antes. Lo más extraño era que
todo el mundo quería estar cerca del difunto, conocerlo o tocar su cuerpo para
así sacar de él, y también guardar en ellos, un poco de la paz y del sosiego
que aquel cristo negro trasmitía a toda la gente de Guapi.”
“El entierro fue el más grande que se hubiera visto en la
vida del pueblo. No hubo fiesta, como ocurre en los funerales de los negros.
Cuando un niño negro nace todo el mundo llora, pues viene a sufrir injusticias
en la tierra. Cuando muere, todos cantan todo es alegría porque por fin dejó el
mundo del hombre blanco. En el entierro de este hombre hubo silencio durante
tres días. Era Semana Santa cuando arribamos con los restos. Se escucharon en
eco las plegarias y el repique interminable de los tambores elevados al cielo.
Al domingo siguiente del entierro aún lo lloraban quienes lo conocieron; los
que no, preguntaban a cada instante quién era ese hombre.”
Continua…
©2004-2017 Carlos Echeverry
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